LA MALA PASADA

Entró al bar con la determinación que no había tenido en los años en que, cada mañana, la había visto salir del edificio sin atreverse a darle más que los buenos días. Distraída, en la mesa del fondo, ella pasaba un dedo por el borde de su copa. ¿Puedo sentarme?, le dijo él y ella asintió. Apuró un trago de ron oscuro para calmar el temblor de las manos, después invitó otra ronda y ella, con un movimiento de hombros, dijo que le daba igual. Estoy enfermo y me voy a morir, le soltó él con atropellada cursilería. Me muero de nervios y de ganas de usted. La vi entrar al bar hace una hora y no he podido aguantar por más tiempo la urgencia de contarle todo. La quiero como no sé querer otra cosa. La he querido cada mañana al tomar el taxi, cada tarde en el elevador, cada noche en que pienso en usted. He pasado años clavado a la puerta de aquel edificio y enfundado en mi uniforme de botones solo para poder verla a diario. No sé qué hacer, señora, pero mi amor me alcanza para enfrentar la vida entera si usted tan solo me da esperanzas. Ella sacudió con rabia una lágrima negra de su mejilla. Y, ¿ahora te decides?, preguntó. Sacó del bolso un papel doblado y lo extendió sobre la mesa. De amor nadie se ha muerto nunca, le dijo, porque para morirse solo hay que esperar a que la vida nos juegue una mala pasada. Cáncer terminal de páncreas, decía el diagnostico en el papel sobre la mesa.

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