
Diego Alfonso nació en el verano cubano de 1880. Desde temprana edad mostró tal devoción por la isla que su padre solía decir que eran tan criollo como el sinsonte. De sus antepasados españoles había heredado únicamente el color de los ojos y la soberbia en la sangre. Con apenas 15 años, Diego subió a un caballo y, machete en mano, se enfrentó al ejército español para luchar por la independencia del país que lo vio nacer. La guerra terminó tres años después y el imberbe que había partido a la manigua, volvió convertido en un hombre de carácter rudo e inflexible
A su regreso compró un pedazo de tierra fértil cerca de un rio, se casó con una buena mujer y se dedicó a hacer producir a las dos por igual. Con el tiempo se ganó el respeto de sus coterráneos, no sólo por el prominente capital que amasaba, sino por aquel carácter que lo marcó desde niño y por el arrojo con que le cantaba las cuarentas a cualquiera.
Pero la isla tenía la maldición de la violencia y, aunque Diego no se volvió a involucrar en conflictos de esa naturaleza, su destino estaba sellado con una rebeldía condenada a pasar de generación en generación. El 10 de marzo de 1952 el general Fulgencio Batista dio un golpe de estado al gobierno cubano. El Cuartelazo, como se le llamó al suceso, puso a Batista al frente del país y secuestró a la isla en una dictadura militar. Para entonces Diego Alfonso tenía 72 años y aunque no estuvo de acuerdo con el golpe, se sabía demasiado viejo como para meterse en reyertas políticas.
Pero la insurrección pendía sobre la estirpe del apellido Alfonso y a tres años de El Cuartelazo, uno de ellos intentó un golpe fallido contra el general Batista. A los pocos días, en un calabozo de La Cabaña, el golpista esperaba el momento de su fusilamiento. Adolfo Alfonso, el hijo menor de Diego, había sido condenado a muerte.
Para entonces el viejo se codeaba con personalidades influyentes en los negocios y en la política nacional. Pidió algunos favores y durante una cena para recaudar fondos en la casa presidencial, vestido con su mejor guayabera, los zapatos lustrados como para un baile y el sombrero de pajilla entre sus manos toscas, fue presentado al presidente de la república, el mismo hombre que había condenado a su hijo a morir fusilado.
Cuentan que con voz firme y sin preámbulos, porque no era un hombre al que le sobraran las palabras, Diego le dijo al general que venía a interceder por la vida de su hijo. En principio Batista no entendió a qué se refería. Entonces el viejo estiró sus cansados huesos todo cuanto pudo y posó su mirada de halcón en el hombre que estaba a punto de convertirse en su peor enemigo. Lo primero que dijo fue el nombre del condenado, Adolfo Alfonso y, antes de que el dictador reaccionara le dijo que era su hijo y se lo querían matar y él había venido desde el interior del país a impedirlo.
Contaban los que allí estuvieron y los que oyeron la historia de boca de aquellos, que el general Fulgencio Batista, el hombre con mano de hierro que regía el destino del país, parecía que iba a explotar cuando escuchó el nombre de su agresor y la petición de aquel viejo arrugado de ojos verdes al que no le temblaba la voz.
Dicen que lo primero que hizo fue preguntarle al viejo si sabía lo que acababa de pedir y Diego asintió con la cabeza. Batista insistió y más que una pregunta, esta vez emitió un rugido para saber si estaba al tanto de lo que su hijo había hecho. El viejo cruzó las manos a la espalda y clavó la mirada en el general antes de contestarle con la voz más firme que jamás tuviera. Pero estas palabras no pueden narrarse, hay que decirlas como lo hizo Diego Alfonso hace más de sesenta años:
Hizo lo mismo que usted, mi General, ni más ni menos. La diferencia es que a usted le salió bien y a mi hijo no, porque si le hubiera salido bien, en lugar de un presidiario, mi hijo fuera hoy el general Adolfo Alfonso.
Algunos aseguran que en ese momento surgió un silencio sepulcral en la sala, otros dicen que nadie se dio por enterado de la conversación, aunque todos sabían lo que sucedía, pero la mayoría de los que cuentan la historia coinciden en que el aire se cargó de una energía tan poderosa que hacía erizar los pelos de la nuca y provocaba un tropel de caballos en el pecho.
Batista rompió al fin el silencio y le dijo al viejo que ningún hombre se había atrevido a hablarle de frente de la forma en que él lo acababa de hacer. Reconoció que hacía falta mucho valor para algo así. Esperó un minuto antes de volver a hablar, como sopesando lo que estaba a punto de decir y al fin le aseguró que no liberaría a su hijo. Pero le dio su palabra, la palabra de Fulgencio Batista, de que no lo iban a matar. Seguiría vivo, pero preso.
Narran los que allí estuvieron que el viejo bajó la mirada y soltó despacio el aire de sus pulmones, como si un gran dolor se le fuera en el suspiro. Después de dar un par de vueltas al sombrero, dijo que había venido a pedir que no le mataran a su muchacho, y nada más porque los hombres no pedían tantos favores en un mismo día. Agradeció, se caló el sombrero y salió con su andar cansado camino a su finca, donde terminó de vivir los días de su larga vida.
120 años después del verano en que nació aquel criollo mambí, en el calor de tierras extrañas, vio la luz otro Diego Alfonso. Para que se cumpliera el destino de la familia, el niño nació con ojos verdes y carácter indomable y sin haber jamás pisado suelo isleño, dice ser tan cubano como el sinsonte.