AQUELLO PASÓ EL DÍA MENOS PENSADO  

Si algo deberíamos tener claro es que nada es tan seguro como el cambio, y que nada cambia tanto como las circunstancias del hombre. Esto me recuerda una frase muy similar, casi idéntica, que solía decir alguien que conocí en lo que hoy me parece que fue otra vida. Aquella persona no tiene nada que ver en el asunto que nos concierne hoy, pero lo recordé al escribir la frase con que encabezo esta entrada. Para ilustrar el discurso bastaría con referirme a la frecuencia con que he escrito en este blog, la cual pasó de una, dos y hasta tres entradas semanales, a dos entradas en julio y apenas una (esta) en el mes de agosto.

En efecto, las circunstancias cambiaron. Lo peor es que cambiaron sin previo aviso, como está escrito en cierto manuscrito: “Los días en que todo cambia comienzan como cualquier otro.” Antes mi vida era similar a un reloj bien engrasado y en perfecto funcionamiento. Desde hacía mucho mis rutinas eran tan precisas que cualquiera que me conociera más o menos bien podría haber predicho, con muy poco margen de error, en qué lugar me encontraba en tal o mas cual hora del día, y haciendo qué: Escritura en las mañanas, almuerzo siempre a las 11:30 am, mientras me ponía al tanto de las noticias más recientes, siesta de una hora, lectura en las tardes, luego a practicar mis habilidades culinarias y en las noches un café, un puro, y uno, dos o hasta tres gin tonic o old fashioned, según tuviera el ánimo. En la cama otras dos horas de lectura.

Era una vida monótona, predecible, aburrida para algunos, pero era mi vida, y me encantaba vivirla tal y como era.

Entonces, pasó lo que pasó y todo se volteó patas arriba.

No he vuelto a dormir siestas (se echa de menos), apenas leo y ya nunca escribo. Lo de los gin tonic y el puro no ha sufrido cambios, por suerte.

Ahora despierto a las siete, una hora antes de lo acostumbrado, a las ocho entro en un edificio en obras y no salgo de él hasta pasadas las tres de la tarde. Hago una sola comida al día y trabajo como una bestia de carga. Yo, que me creía intelectual, de la noche a la mañana, me he convertido en un obrero de la construcción.

Tengo sesenta años y aún me faltan dos largos años para recibir una jubilación parcial. De mantener el ritmo de los últimos meses no creo que consiga llegar. Cada tarde mi perro me espera en la puerta con cara de aburrido y sintiéndose abandonado. Está peor que yo, se ha quedado medio ciego, renguea de las patas de atrás y apenas oye. Su fidelidad, en cambio, no ha sufrido mella. Dos veces por semana mi hermana trae una cantina con comida que cocina para mí. A pesar de mi negación, ella insiste en ayudarme y la única forma que ha encontrado de aliviar mi carga es preparándome unas cenas asquerosas y repugnantes que le doy a Tom, el perro, en cuanto la pobre mujer me deja solo.

Así están las cosas desde que pasó lo que pasó.

Antes rompía mi deliciosa rutina solo para ir a la playa durante el atardecer cualquier día de semana, o si quedaba con algún amigo para almorzar o cenar en algún restaurante del centro. Ahora creo que he olvidado como nadar y sospecho que, de intentar hacerlo, me dolerían todos los huesos ante el primer esfuerzo por mantenerme a flote. De almuerzos y cenas en restaurantes mejor no hablemos, con los precios de estos tiempos, mi economía de obrero asalariado y la apariencia de torturador que he desarrollado con apenas dos meses de intenso trabajo físico, creo que mejor me quedo en casa y ceno con Bobo, ¿o era Tom el nombre del perro?

Mi ex mujer ha venido a verme hace poco. Se enteró de lo que sucedió y tuvo a bien pasar por casa. No es de extrañar, la verdad es que a pesar de los cientos de años que hemos vivido separados, siempre hemos mantenido una relación de amistad desinteresada y cordial. No preguntó sobre lo sucedido, pero dejó claro que estaba al tanto de las cosas, al menos de manera general. Yo me comporté un poco seco. Me molestaba que estuviese ahí, siendo indulgente y poniendo cara compungida, como si yo padeciese una enfermedad terminal o peor, como si hubiese caído en desgracia. Al fin fue consiente de mi incomodidad y se fue.

Acabo de recordar que no tengo una hermana. No sé por qué dije eso antes. Soy hijo único, mi madre murió en el parto y mi padre no volvió a casarse. Se dedicó a cuidar de mi hasta el fin de sus días. A lo mejor es que siempre deseé tener una hermana y me inventé esa historia. Tal vez tampoco tenga un perro sino un gato. Claro, eso es, un gato amarillo con una cola muy gruesa. Un gato inútil que ronronea y deja bolas de pelo en cada rincón y que me provoca una alergia de mil demonios. Minuso es su nombre. Es un buen nombre para un gato estúpido y holgazán.

Otra de las cosas que han cambiado desde que sucedió lo que sucedió es que he perdido la mitad de mis amigos. Tampoco es que antes tuviese muchos, pero de los que tenía, ahora me quedan menos. Nunca he logrado comprender la actitud de cierto tipo de personas. Ya saben a qué me refiero: si estás bien todos te quieren y desean estar cerca, basta que algo cambie para mal y al instante te encuentras solo, como si nada de lo que hubieses hecho hasta ese momento tuviera ningún valor. Como si lo único que importara o lo único por lo que pudiera medirse tu vida fuese “eso” que pasó y que te puso en el sitio en que te encuentras en ese momento. Tal parece que la vida fuese un ring de boxeo y que cada uno de nosotros fuera un pugilista. La plebe determinará nuestra calidad de atleta solo por el resultado del ultimo combate. Para ellos seremos tan buenos o malos como lo fue nuestra última batalla sobre la lona. Por suerte he conservado unos pocos amigos, ya lo he dicho.

Fue uno de esos amigos quien me recomendó un aparato de goma, similar a un protector bucal. Es algo que debo colocar en mi boca para mitigar el efecto que provoco en mi dentadura al apretar los dientes durante el sueño. Resulta un tanto desagradable. Sobre todo, en las mañanas, al momento de extraerlo. Me da la sensación de que me estoy sacando una dentadura postiza y tengo que hacer un esfuerzo por contener las arqueadas. Esas cosas me provocan un asco atroz. Las prótesis esas, o protectores, como sea que se llamen, son de goma. Más bien de silicona. Son reusables hasta 4 veces, según las indicaciones en el empaque.

Hace dos noches perdí una de ellas. Al despertarme no la tenía instalada en mis dientes y no pude encontrarla por ninguna parte de la cama. Tal vez me la tragué porque ha habido ocasiones en las que he despertado de un sueño y me he descubierto masticando la goma como si fuese la comida de mi hermana inexistente.

Desde el suceso que cambió mi vida sueño más. Eso tampoco es verdad. Siempre he sido un gran soñador, tanto con los ojos abiertos como cerrados. Lo que sucede es que últimamente tengo sueños muy extraños. Hace poco soñé que tenía un perro. Otra noche soñé que era un campeón de boxeo que acababa de perder un combate y al que el público le lanzaba sobras de una comida roñosa, en protesta por su mala actuación.

A veces, cuando estoy descansando, pienso que ese podría ser el día menos pensado. Hay una canción que dice algo similar. De cualquier manera, saben a qué me refiero: el día en que todo cambia, el día en que todo deja de cambiar.

Continuamente cierro los ojos y me concentro en mi respiración, como aconsejan en las meditaciones guiadas. Inhalo y exhalo de manera consiente, percibiendo la temperatura del aire al pasar a través de mis fosas nasales y albergando la ilusión de que al abrir los ojos las cosas vuelvan a estar como antes, y que aparezcan mis horarios, mis rutinas, mis costumbres, mi escritura, mi calma. No ha sucedido aún. Yo no pierdo las esperanzas, lo que pasó, pasó de la noche a la mañana, “over night”, como dicen los americanos. Podría suceder igual en sentido contrario, ¿no es cierto? ¿Por qué no? Mientras ese día llega, yo sigo compartiendo con mi perro Tom y con mi gato Minuso los mejunjes de mi hermana. Sigo soportando las insoportables visitas de mi ex, a quien últimamente le ha dado por ser más maternal que lo que ha sido mi propia madre durante toda mi vida, y mira que mi madre me ha sobreprotegido y me ha mimado durante mis casi cincuenta años. Sigo yendo a un edifico en obras para construir algo, aunque no sepa muy bien qué es ni para qué sirve. Sigo tragándome prótesis de silicona y sigo prestando especial atención a mi respiración con la esperanza de que, al abrir los ojos, todo sea igual que antes. Porque, sin que importe lo que tú y yo creamos, los días en que todo cambia comienzan como cualquier otro, y hoy, o tal vez mañana, o la semana próxima, puede ser el día menos pensado.

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