En mi familia arden puros desde que el mundo es mundo.
Los primeros Alfonso de mi casta vivieron en la época en que Cuba era colonia española. Eran inmigrantes europeos y fueron dueños de esclavos, según se cuenta entre la parentela. Nunca he visto fotos de ellos, pero, dadas las circunstancias, no puedo dejar de imaginármelos con un puro entre los dientes. De Félix Alfonso, mi bisabuelo, sí que vi fotos (era feo el condenao) y, según me contaron los que lo conocieron, fumaba puros. Mi bisabuelo engendró cinco hijos varones, a los que sí conocí muy bien. Los cinco fumaron puros durante toda su vida de adultos. Mi abuelo incluso cosechaba la planta en su patio, y torcía sus propios tabacos. Recuerdo que, con la boca abierta de asombro, acodado en la vieja mesa de madera del comedor, lo veía alisar las hojas con sus manos y montar unas sobre otras para luego torcer, cortar y volver a torcer hasta conseguir un habano perfecto, según sus estándares. Murió con ochenta y siete años. Ya no fumaba. Durante el último periodo de su vida su relación con los tabacos se redujo a revender en La Habana la mercancía que le compraba a un tabaquero de Vuelta Abajo.

Mi padre también fuma puros desde que tuvo edad para hacerlo. Al momento en que escribo esto va rumbo a setenta y seis años, y cada tarde prende un puro en el balcón de su apartamento, lo acompaña con un café y disfruta de la puesta de sol.
Mi bisabuelo y mi abuelo por la parte de mi mamá también fueron grandes fumadores de puros. No guardo ningún recuerdo de mi bisabuelo Tinilo en donde el viejito no tuviese un puro en la boca.
Cómo no podía ser de otra manera, yo también fumo puros. Creo que desde hace treinta años, más o menos. Preferiblemente maduros y cosechados en Nicaragua porque en mi país de origen hace mucho tiempo que ya no se produce nada que sirva, a pesar de la propaganda y de las románticas creencias que todavía puedan albergar algunos incautos.
En mi familia fumamos puros por cualquier motivo: para celebrar un nacimiento o porque hay un velorio, durante una fiesta o después de un café, porque estamos en la playa, porque es atardecer, porque nos vamos de pesca o porque no hay nada más que hacer. Cualquier pretexto es bueno.
La costumbre podría morir conmigo.
Mi hijo mayor, de vez en cuando prende un puro, pero no es ni medianamente el fumador promedio que durante tantas generaciones ha existido en mi familia. Quizás el mundo esté cambiando tanto y tan aprisa que la usanza familiar ceda el paso a los tramposos vipers. Espero no vivir para verlo.
Mientras ese día llega, seguiré haciendo arder un purito de vez en cuando. Seguiré compartiendo uno de esos con mi padre, en su balcón o en el mío. Seguiré escuchando blues y saboreando un bourbon mientras intento conservar intacta la ceniza de un buen puro, solo por ver hasta dónde consigo llegar.
Me mantendré fiel a la costumbre de los Alfonso, grandes fumadores de buenos puros y a lo mejor, el ultimo me lo fumaré yo.
