
Las Leticias son luchadoras que salen adelante, y que están destinadas a ser las mujeres fuertes que siempre han sido y a criar hijos. ¡Y criarlos bien!
En una casa de Kendall, un barrio residencial de Miami, una penumbra gris se esparcía por los pasillos y las habitaciones comunes. En el último de los cuartos la vida se colaba a través de la ventana con las cortinas descorridas.
—Si quieres ven dentro de un rato y hablamos con calma. Ahora tengo que colgar porque me van a hacer una entrevista.
Leticia apagó el teléfono y lo dejó sobre una mesa pequeña junto a unos libros y un cepillo de pelo. Vestía vaqueros y camiseta blanca con hombros descubiertos. Estaba descalza y unas mullidas medias le cubrían los pies que mecía con gesto pueril. Una radio narraba, en español, el juego de baseball que transmitía el canal americano sintonizado en el televisor sobre el armario.
—¡Están ganando Los Marlins, estamos 2 a 0!
Hacía tres años que había salido de la cárcel. Desde entonces su universo cabía entre las cuatro paredes de su cuarto. Allí recibía las visitas que debían sentarse sobre la cama matrimonial o en una de las dos sillas giratorias.
—Este es mi mundo. Aquí me siento segura. Muchos se preguntarán cómo puedo estar todo el tiempo aquí dentro, pero a mí me gusta. Este es el espacio donde domino mis limitaciones y donde estoy cómoda. No me importa lo que los demás piensen.
Bajó el volumen de la radio para poder conversar. El aire que agitaba el ventilador frente a ella le batía el abundante cabello y le sofocaba los calores de la menopausia.
—Hay a quienes les gusta viajar, por ejemplo. A mí no. Viajo cuando no me queda más remedio. A mí me gusta estar tranquila. Jugar en la computadora, meditar, leer. Tampoco es que tenga miedo salir o algo así, es solo que no me gusta —Se retorció el cabello en un infructífero intento por formar una cola—. Yo estudié en una beca lejos de mi casa y pasé mucho, pero lo hice y me gradué, de Economía. Y eso que perdí todo el apoyo que tenía en esa época. Mis hermanos son mayores que yo y estudiaban en La Habana, mi papá era como si no existiera porque cuando se separó de mi mamá también se separó de nosotros, y en ese tiempo mi mamá cayó presa por jugar a la bolita, que es un juego ilegal en Cuba —aclaró con sonrisa cómplice—. Todo el mundo lo hacía. Ella era una mujer sola tratando de mantener a tres hijos. No la culpo. Pero la cogieron, la metieron presa y yo me quedé sola. ¿Y cuantos accidentes no tuve? Yo tengo accidentes a cada rato. Accidentes fisiológicos, quiero decir. De caca y de orine. Toda mi vida he tenido esos problemas, pero eso no me ha detenido. Así que no tengo que probar nada a nadie. Si me siento cómoda y segura dentro de mi cuarto, pues aquí me quedo. Si alguien no lo entiende, ese es su problema.
Leticia había nacido con espina bífida y esto atrofió sus extremidades inferiores. Sus piernas eran débiles y sus pies demasiado pequeños para un adulto. Caminaba balanceándose de un lado a otro y no conseguía dar muchos pasos sin apoyo. Su condición le producía incontinencia de sus esfínteres y con frecuencia sufría percances de esa naturaleza.
En 1998 había dejado su vida en Cuba y había viajado a Estados Unidos junto a su madre y su hija, las tres se llamaban igual. Era entonces una mujer minusválida de treinta y tres años, divorciada y con una hija de 8 años a quien debía educar y mantener.
—Jamás me he arrepentido de haber venido, ni tengo resentimientos con el sistema por lo que me pasó —reconoció—. Yo fui quien se equivocó, pagué las consecuencias y asumo mi culpa. La cárcel fue para mí una experiencia que me ha servido de mucho.
En el año 2009 el FBI desmanteló una red que operaba varias clínicas médicas y realizaba fraude al sistema federal de salud MEDICARE. Los implicados en el crimen fueron sentenciados y encarcelados. Leticia obtuvo la pena menor, diez meses de privación de libertad. Su esposo cumplió dos años encarcelado y su hermano se enfrentó a una condena de diez. Cada uno en una prisión federal en diferentes Estados del país.
—Yo creo que fue un castigo excesivo —dijo más tarde Blanca, la hermana de Leticia, mientras servía agua helada en un vaso de cristal y se sentaba en la silla a la cabecera de la mesa en la cocina—. Mis hermanos fueron chivos expiatorios, igual que lo fue en su tiempo mi mamá. Lo que hicieron no está permitido, pero la gente sigue haciendo esas cosas. Lo ha hecho siempre. No se soluciona un problema así con métodos como ese. Hay que buscar la raíz del asunto. Lo de mis hermanos ha sido una prueba muy difícil para todos, como lo fue lo de mi mamá. Pero ellos no son criminales. Cometieron un error y pagaron las consecuencias, pero no son criminales. Eso nos separó por un tiempo y nos dolió mucho, pero lo superamos y aquí estamos.
—Sí, me lo merecía, —reconoció Leticia con la cabeza inclinada sobre el respaldo de la silla—. En la vida uno tiene que saber lo que hace y las consecuencias que eso tiene. Mi mamá y mi hija sufrieron por mis errores y me sentí muy culpable por ello. Cuando llegamos a la prisión de Tallahassee, porque me entregué yo misma, a mí no me llevaron encadenada ni nada de eso, mi mamá y Leticita empezaron a llorar. Cuando crucé la puerta en silla de ruedas, giré para mirarlas y ellas estaban destruidas. Eso me dolió mucho, mucho. Creo que fue lo único que me hizo llorar mientras estuve presa —Se tomó unos segundos antes de continuar—. Desde el principio pasaron cosas desagradables. Allí no tienen contemplación con nadie y con mis problemas me sentía impotente. Después que mi mamá y mi hija se fueron, los guardias querían obligarme a que me parara de la silla de ruedas y subiera las escaleras. Les dije que no podía hacerlo, pero ellos insistieron. Como no querían escucharme no dije nada más y me quedé sentada. Entonces me agarraron por los brazos, uno a cada lado, me sacaron de la silla y me pusieron sobre las escaleras. Así, casi a empujones, me subieron hasta el otro piso —Se mordió el labio inferior y balanceó sus piernas una vez más—. Los primeros días los pasé sin comer y sin tomar agua para evitar accidentes. Estaba en un cuarto con veinte mujeres que sólo hablaban inglés, la única latina era yo. Si me pasaba algo tenía que ir caminando hasta los baños por un pasillo inmenso. En una parte las tazas y por el otro lado las duchas. No es lo mismo que aquí, que todo lo tengo a mano. Me hago caca y lo tengo todo ahí mismo —Señaló la puerta del baño dentro del cuarto—. Allá no. ¿Cómo iba a ir toda sucia hasta los baños por aquel pasillo? Eso me dio temor y no comía ni tomaba agua para evitar que pasara… Hasta que me aclimaté. Primero tenía que ver cómo funcionaban las cosas y saber lo que tenía que hacer y hacerlo yo sola, sin depender de nadie. No me importaba la gente. Era por mí, por mi comodidad. A mí no me importa lo que piensen los demás. Eso lo aprendí desde niña y es como una coraza que me protege porque desde chiquita he tenido que soportar muchas cosas, muchas burlas. Pero todo eso me ha dado fuerzas para creer en mí y darle ánimo a los demás.
Dio media vuelta a su silla giratoria y espió el marcador. Como lo haría un niño que espera en la consulta de algún doctor, puso sus manos bajo los muslos y siguió balanceando sus piernas que colgaban sin alcanzar el piso. Enseguida regresó a la posición anterior. Sus ojos tenían un brillo intenso pero su voz se mantenía inalterable.
—Eso fue lo peor que pasé en la cárcel. Esa inseguridad y la angustia de no saber cómo estaban mi hija y mi madre. Por lo demás, yo me conformo con muy poco y no tengo problemas con estar entre cuatro paredes —aseguró con una sonrisa alegrándole el rostro.
La mayoría de las instalaciones relacionadas con la organización que fue acusada de estafa al MEDICARE, rezaban bajo el nombre del hermano de Leticia. El FBI lo consideró líder del grupo y la condena más severa recayó sobre sus hombros. Leticia sentía gran preocupación por su hermano pues, según ella, los hombres la pasaban peor en las cárceles y además «las mujeres son más fuertes, pese a lo que se dice.»
—Yo no tuve papá y mi hermano fue todo para mí, siempre fui su niña. Él me ha cuidado mucho y todavía me da consejos. Sé que se siente culpable por lo que me pasó. Pero yo no lo culpo de nada. Yo fui la responsable por no evitarlo. En su momento conversé con él y con mi esposo, les dije que lo que hacíamos no podía estar bien. Pero no fui suficientemente fuerte para imponerme y las cosas terminaron mal. A fin de cuentas, todos fuimos unos ignorantes. Llegamos de un país donde no hay nada y en lugar de adaptarnos y aprender el sistema, nos metimos en cosas como esas. Tenemos que tropezar y caernos para aprender, porque nadie escarmienta por cabeza ajena. No importa cuántas veces nos digan las cosas, uno no aprende por lo que otros nos dicen. A mi hija le explico mucho las consecuencias de lo que se hace, pero eso no garantiza nada. Ella va a cometer sus propios errores. No sé si con ella también se va a repetir la historia de las Leticias. Espero que no, pero no lo sé.
—¡El destino de las Leticias no es estar presas! —reafirmó Blanca, la única mujer de la familia que lleva otro nombre. Mientras hablaba arrugaba su largo vestido floreado entre las piernas y se inclinaba sobre la mesa de la cocina para enfatizar su opinión—. Las Leticias son luchadoras que salen adelante, y que están destinadas a ser las mujeres fuertes que siempre han sido y a criar hijos. ¡Y criarlos bien! Nadie puede decir otra cosa porque no es cierto.
En el cuarto al final del pasillo la tele transmitía el juego que esa tarde perderían Los Marlins. Pero ni el marcador final, ni ninguna otra cosa alterarían la apacible tarde de domingo en aquella casa. Las expectativas de Leticia tampoco sufrirán demasiado con el resultado del juego. Después de todo, el equipo no ganaba muy a menudo y una derrota más no era algo para alarmarse.