Miami es la capital de muchas cosas; algunas extraordinarias y otras, vergonzosas. Los cruceros son, sin que nadie pueda dudarlo, una de las grandes distinciones de la Capital del Sol (ya había dicho que se trataba de la capital de muchas cosas).
Para ponerlo en perspectiva: mientras España ha logrado la alarmante cifra de 810.000 cruceristas en apenas el primer trimestre del 2022; en 2017 ya Miami reportaba más de cinco millones de estos viajeros. Es por ello, y por otros curiosos datos que el de esta ciudad es considerado el puerto de cruceros con más actividad en todo el mundo. Y por si fuese poco, para fines del 2023 contará, además, con la mayor terminal de cruceros de Norte América, con capacidad suficiente para manejar 36.000 pasajeros diariamente mientras alberga a la vez hasta tres cruceros de última generación.
Era, entonces, casi imposible que después de veintiséis años de vivir en esta ciudad alguien no me convenciera para subir a una de esas maravillas de la ingeniería naval. Porque eso sí hay que decirlo: los cruceros son hermosos, impresionantes y alucinantes. Contemplar desde el balcón o desde el coche en la autopista uno de esos gigantescos milagros hechos por el hombre, es siempre, siempre, una experiencia extraordinaria.
Pero pasar cuatro días en uno de ellos es harina de otro costal.
Comencemos por lo que sí me gustó de mi experiencia en una de las formas de vacacionar más populares de estos tiempos:
- Contemplar el mar en su plena inmensidad es algo que no tiene competencia. No importa si se le teme o si se es medio delfín o sirena, la belleza del océano es indiscutible y a bordo de un crucero se tiene las mejores vistas.
- Luego está la cuestión estética. Ya he dicho que esos gigantes son hermosos desde fuera, por dentro lo son aún más, según el gusto de quien lo mire, pero sin dudas, son bellos. Sus bares, escaleras, pasillos, balcones y restaurantes compiten con el lujo de muchos de los mejores y más costosos hoteles del mundo.
- El aspecto económico es relevante para la mayoría de las personas, por ello lo incluiré en la lista de cosas positivas. Por una fracción de lo que podría costar un viaje a Europa o del gasto que supondría una semana en New York o en San Francisco, se puede abordar un barco de Royal Caribean en Miami y pasar cuatro días navegando por el Caribe y visitando Bahamas.
Hasta aquí lo más relevante de lo «bueno». Ahora lo mismo de lo no tan bueno:
- La aglomeración de personas es abrumadora.
- La comida es mediocre, casi mala.
- La piscina es «in-visitable» a no ser que lo hagas ignorando el riesgo antihigiénico que presupone sumergirte en uno de esos hervideros con otras 600 personas… o más (es asqueroso)
- Las distracciones dentro del barco son limitadas y después del primer día casi todo se reduce a sentarse en una barra y adormecer los sentidos hasta terminar con una borrachera olímpica.
Fue el cumpleaños de mi hijo y él quiso que todos fuésemos de crucero para la celebración. Lo complacimos e intentamos ajustarnos a las condiciones y pasarla lo mejor que pudimos. Después de todo estábamos en familia y en medio del mar, qué otra cosa podíamos hacer que no fuese pasarla bien. Pero como destino, como vacaciones, un crucero ni se acerca a mis gustos. Yo viajo buscando todo lo que no encuentro en un crucero, todo lo que ese estilo de viaje no podría darme nunca.
Yo viajo buscando historia en los castillos, las iglesias y las murallas; buscando tropezar con gente de a pie, de quienes pueda aprender cosas propias de su cultura local; viajo persiguiendo la literatura, el teatro, los museos; viajo para descubrir nuevos sabores en las comidas de regiones distantes y ajenas a mi forma cotidiana de vivir. Yo viajo para conocer el mundo, no para alejarme de él. Un crucero es para descansar, comer mala comida, ver las mismas caras y aburrirse. Yo no quiero ninguna de esas cosas, las detesto. Prefiero cansarme hasta no poder más mientras subo y bajo las empinadas calles de Toledo; elijo entretenerme con la boca abierta como un tonto en un musical de Broadway en New York; busco sorprender el paladar con un Lobster roll o un Clam Chowder en Boston, con un Gulasch en Praga y un Chiquen Paprika en Budapest, con un Jambalaya o un Gumbo en New Orleans, con un Shepherd’s pie en Londres, con una tapa de Jamón ibérico, queso manchego y croquetas de calamares en Madrid.
Ya tendré tiempo para aburrirme como una ostra cuando las fuerzas no den para más. Entonces, tal vez, los cruceros sean parte de mi lista de prioridades turísticas. Pero hasta que ese día llegue, si es que llega, los cruceros no son lo mío.
