Hace veintidós años que soy padre de un hijo que no engendré. Tenía él un año y diez meses de edad cuando me miró por primera vez y me dijo papi. Tenía yo treinta cuando intenté, sin ningún éxito, que me llamara por mi nombre. Comenzaba entonces una historia increíble e inesperada.
Aprendí a cambiar sus pañales y a enseñarlo a que no los usara. Él aprendió a decir zapato, aunque se empeñaba en decir pie. Cambié las noches de juerga de hombre soltero por los cuentos antes de dormir y los noticieros matutinos se convirtieron en Cliffort the Big Red Dog, Curios George y Winnie The Pooh. Yo aprendí a hacer silencio a las nueve de la noche y él a jugar al base ball; yo cantaba El payaso Pongoloco e Itsy bitsy spider. Él las canciones de Michael Jackson y las de Julio Iglesias.
Cuidé de él. Aprendimos a querernos mientras crecíamos juntos.
El pecho casi me explotó el día que pidió llevar mi apellido: «Si mis abuelos son Alfonso, mis tíos también, mis primos, mi hermano y mis padres son Alfonso, ¿por qué yo soy Marrero? Yo también quiero ser Alfonso»
La jueza que aprobó la petición no conseguía entender que un padre biológico (para entonces ya casi un fantasma) aceptase que su hijo adolescente de trece años sustituyese su apellido paterno por otro que no le correspondía. La superó su escepticismo y su prudencia por lo que la orden firmada solo permitiría agregar Alfonso al nombre del niño. Se mantendría el apellido Marrero de manera que, si él quería, podría usarlo únicamente como la inicial de un segundo nombre. M.
Cuando le regalé su primer coche lloró, cuando se fue de mi casa a vivir su propia vida, lloré.
Se hizo un hombre, más fuerte y más alto que yo (mucho más alto—que tampoco es tan difícil conseguirlo). Se convirtió en mi amigo y yo en su confidente.
Cuida de mí. Ya sabemos querernos, hemos crecido juntos.
Fui el primero en saber que mi hijo se convertiría en padre. Yo iba a ser abuelo. ¡Abuelo, coño!
Me regocijo con egoísmo en la idea de que he hecho algo extraordinario y bueno.
El domingo 19 de junio de 2022 me tocó a mí ser el cocinero de la reunión familiar por la celebración del día de los padres. Hubo regalos, risas, bailes, mucha bebida, una Paella de calidad cuestionable y un aguacero de proporciones bíblicas.
Y hubo un regalo de mi hijo: la planilla de petición de adopción legal. «Para que sea oficial» me dijo. Y yo ya no pude hablar.
Precio y real todos aprendimos a querer a ese niñito que se convirtió en hombre del cual nos sentimos orgullosos