Hace tres días que el inquilino del apartamento de al lado, siempre silencioso y discreto, ha comprado un perro o se lo han regalado o se lo ha encontrado. Puede que ni siquiera se trate del vecino de siempre, sino de uno nuevo, que tiene un perro. Todos los días a las ocho y treinta de la mañana el ocupante de dicho piso —sea nuevo o viejo— sale a la calle, quizás a buscar otros perros, y deja detrás al suyo aullando de manera desconcertante.
A esa hora ya suelo encontrarme en la oficina, que es la habitación que colinda con el apartamento del perro. En cuanto escucho el sonido de las llaves cerrando la puerta y los pasos alejándose en dirección al elevador, me preparo para el ensordecedor concierto de aullidos perrunos. Ahora que lo pienso, tal vez se trate de una vecina y no un vecino porque el taconeo semeja el sonido que producen los zapatos femeninos. Claro que también podría ser un vecino con zapatos de vecina, quién podría dudarlo hoy en día. Fuera lo que fuere, el soliloquio del perro dura hasta las cinco de la tarde, hora en que regresa a casa quien sea que viva allí.
Como ha de suponerse, el lamento del perro interrumpe toda actividad que requiera de la más mínima concentración, impidiéndome leer o escribir. Por si fuera poco, paso todo el día sufriendo un intenso dolor de cabeza a causa de la molesta letanía canina.
Ante una situación que ya se ha tornado insostenible, me he visto obligado a reflexionar sobre las acciones más eficientes con las que podría solucionar el asunto y he reducido las posibilidades a tres por ser las únicas, entre una docena, que ofrecen una posibilidad real de que el conflicto se solucione:
1-Recubrir de material aislante la pared que colinda con el apartamento del perro y la puerta que da al pasillo
2- Usar durante todo el día tapones para los oídos y el casco que llevo cuando monto la moto
3-Asesinar al perro.
Esta tarde habré elegido la más eficaz y menos trabajosa de las tres opciones. No será tarea fácil pues todas compiten en complejidad y ofrecen resultados similares. No obstante, si por causas desconocidas, el perro muriera mañana, podría dejar unos zapatos de tacón en la puerta del apartamento de al lado como muestra de mi solidaridad con el duelo de su dueño ante la pérdida de un amigo tan cariñoso.

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