La música rara y mi vecina

Como ocurre en casi cualquier edificio residencial que se respete, en el mío, a veces, se escucha algo de lo que sucede en otros apartamentos. Es un daño colateral por vivir en el centro neurálgico de una ciudad grande. La gravedad de la situación pudiese depender, en gran medida, del comportamiento de los vecinos, como lo que cocinan o lo que fuman, siendo este último punto un elemento a tener muy en cuenta en estos días. Claro que en la lista de factores podría incluirse lo bien o mal que se traten en casa; las normas de conducta por las que cada quien se rige; la educación que se les da a los niños (si se diera el caso de que existiera alguno); y hasta la música que prefieren escuchar, prestando especial atención al volumen y los horarios.

En todo el tiempo que he vivido en este edificio, he sabido sortear casi cualquier situación de las que usualmente provocan conflictos entre vecinos: tolero con estoicismo el olor a mariguana que algunas noches llega desde un apartamento vecino, mientras yo disfruto de un buen habano en mi balcón y contemplo unas vistas maravillosas del centro de la ciudad; tampoco pasa nada porque a la hora pico los ascensores suban y bajen abarrotados; o que quien sea que vive en el piso de arriba prefiera hacer ejercicios en su casa a las diez de la mañana, y salte sin cesar sobre mi cabeza cuando yo intento escribir. Sin embargo, tolerar ciertas cosas no presupone que me gusten. Por ejemplo, mi vecina suele escuchar Reggaetón. 

Yo no le tengo gran simpatía a ese género, en realidad no le tengo ninguna simpatía. Me parece una expresión artística superlativamente mediocre. Con letras vulgares y groseras, con música repetitiva, poco imaginativa y ruidosa. En mi caso prefiero escuchar un Blues, algo de Jazz, música Clásica, Pop de los 80 y hasta Salsa, según sea la ocasión.  No obstante, varias veces he tenido que sufrir el Reggaetón de la puerta de al lado que, además, suena con intensidad propia de fiestas populares; como si quien la escuchase se empeñase en demostrar lo orgullosa que se siente de su música. Hay ocasiones, no obstante, en que, por razones que desconozco, todo queda en silencio, y entonces tengo la impresión de que soy el único ser vivo que queda en la parte del edificio que ocupo. En momentos así me invade una eufórica paz que inspira mi lado más sensible y me impulsa a escribir a toda marcha, leer a piernas sueltas en el salón o escuchar música de verdad.

Durante una de esas inusuales mañanas de silencio, aprovechando que debía realizar en la computadora un trabajo monótono que no requeriría de mucha concentración, abrí la aplicación de Spotify en mi teléfono móvil y seleccioné un álbum con las cincuenta piezas de música clásica más grandiosas, según anunciaba el título en inglés: The 50 greatest pieces of classicla music, interpretadas por la Orquesta Filarmónica de Londres. Por mediación de bluetooth conecté el móvil a la barra de sonido sobre el librero del salón, y subí el volumen. El Allegro de la Sinfonía No. 5 en C menor, de Beethoven, duró siete minutos y veintiocho segundos. Pa pa pa pannnn, pa pa pa pannnn. Subí el volumen hasta que la música hizo vibrar las paredes. Luego le tocó el turno al tercer acto de Die Walkürie de Richard Wagner, Ride of the Valkyries. Esperaba cinco minutos y once segundos de una magistral pieza musical, pero a los dos minutos de cabalgata las valquirias debieron refrenar su marcha para que yo pudiese atender la insistente llamada a la puerta. Era mi vecina, la que escucha reggaetón.    

Con cierto descaro me pidió que bajara la música porque intentaba dormir y le molestaba eso que yo estaba escuchando. “Trabajé durante toda la noche”·, aclaró. “Necesito descansar”, enfatizó. Con la ingenua, casi ridícula esperanza de hacerla reaccionar le expliqué que eso era La cabalgata de las Valquirias. “No sé quiénes son esas mujeres ni en que caballo montan”, replicó ella, “lo que yo sé es que me tiene loca la música rara esa. Si por lo menos fuese Wisin o Bad Bunny, pero eso que usted oye no hay quien se lo dispare”. Intentando mantener un control que no poseo, le dije que si prefería lo que sea que hagan Wisin y Bad Bunny sobre la música de Beethoven o la de Wagner, tal vez lo mejor para ella no fuese precisamente descansar, como ella creía, sino viajar y leer mucho más. La expresión de su rostro delataba una absoluta falta de entendimiento a mi sarcasmo tan poco disimulado, aunque sus ojos contenían una amenaza que preferí evadir cerrando la puerta en sus narices.

Regresé a mi trabajo monótono y, durante mucho tiempo, escuché la música rara con el volumen controlado para evitar otro encontronazo con mi vecina. Mientras lo hacía reflexionaba en una cita que había escrito en mi novela, Codicia: «Sin dudas la estupidez del hombre moderno es tan palpable que me cuesta creer que yo también sea parte de esa especie». Un rato más tarde, al llegar al Allegro de la Sinfonía No. 40 en G menor, de Wolfgang Amadeus Mozart, me venció el entuciasmo y elevé el volumen al máximo. Después de todo, pensé, lo verdaderamente raro sería disimular nuestras rarezas.

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