Había pasado la media noche cuando llegamos al hotel. El hombre que nos abrió la puerta nos indicó con un gesto adónde debíamos dirigirnos para registrar nuestra llegada, y para que nos asignaran las habitaciones. El trámite no duró más de diez minutos.
El cuarto era espacioso y limpio. La cama mullida y suave. Las vistas horrendas. Dormimos profundamente con el cansancio acumulado por el vuelo de dos horas y media en clase comercial desde Miami.
A las ocho y media de la mañana ya andábamos por las calles de Washington. Hacía mucho frio y nos daba la impresión de ser los únicos, o unos de los pocos despiertos a esa hora. Caminamos en ayunas, sorprendiéndonos con los parques, monumentos y edificios alegóricos que nos salían al paso, hasta tropezarnos con el hotel Intercontinental de la emblemática avenida Pennsylvania y entramos al Café du Parc. Los huevos benedictinos eran de lo mejor. No faltó la foto en grupo que con presteza subí a Instagram.
Habíamos planificado un viaje muy corto, que nos dejaría solo un día entero para disfrutar de la ciudad, por lo que la Media Rueda tendría que moverse aprisa. Las edades de los cuatro que viajábamos juntos sumaban exactamente dos ruedas completas. Algunos de los integrantes de los cuatro intrépidos ni siquiera llegan a los cincuenta y, en general, alardeamos de perfecta salud y energía de súper héroes. Pero como mi blog se llama Media Rueda, y como toda la idea de estos escritos, la página de Facebook y el canal de YouTube es la de contar las cosas curiosas y divertidas que nos ocurren cuando alcanzamos los cincuenta años de edad (Media Rueda), pues entre nosotros solemos llamarnos los viejitos peligrosos de la Media Rueda ponchada. Es una manera de decirnos que no nos importa la edad porque nuestros cuerpos y mentes reaccionan como si tuviésemos treinta, y por ello nos burlamos de los números y sus absurdas representaciones.
Con el estómago lleno por fin, y el ánimo enardecido, reanudamos nuestra expedición. Planeábamos visitar, aunque fuese por fuera, la Casa Blanca, el Monumento a Lincoln, el monumento a Washington, el National Mall, el Capitolio, algún museo (preferiblemente la Galería Nacional), uno o dos restaurantes relevantes y todo lo interesante que nos tropezásemos en nuestro andar.
Para nuestra sorpresa pronto supimos que los museos estaban cerrados, y la Casa Blanca y el Capitolio aislados por una cerca metálica que impide acercarse a menos de dos millas. Tendríamos que reajustar los planes, acordamos.
Tomamos un descanso en el Hirshhorn Sculpture Garden y fue allí donde sucedió lo que nos tendría riendo hasta el fin de nuestro viaje. Uno de los cuatro intrépidos, casualmente el mayor de todos, aprovechó el descanso para revisar su cuenta de Instagram. Notó que yo lo había etiquetado en una imagen y quiso verla. Creyó que quienes aparecían en la foto en una mesa de restaurante era nuestro grupo expedicionario, pero le asaltó una duda: ¿Quién sería el viejo que se encontraba al fondo de la imagen con la apariencia de haberse colado en el grupo?
Le bastaron quince segundos (por suerte) para darse cuenta de que el personaje que no había reconocido era él mismo. La anécdota sirvió para que pasáramos buen rato riendo cada vez que lo recordábamos. Tal parece que las cosas se complican un poco al dar unos pasos más adelante de la media rueda.
Durante el viaje de regreso a Miami, con los pies hinchados y el agotamiento almacenado en bolsas bajo los ojos, entre risas recordábamos que uno de los nuestros ya no se había reconocido en las fotos; y planeábamos el siguiente viaje antes de que ninguno de los cuatro intrépidos viejitos peligrosos de la media rueda ponchada supiese quién es dónde esté.
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