El día en que mi hijo mayor metió sus cosas en una maleta y se fue a vivir a la casa de su novia, mi esposa lloró. Yo ya lo había hecho unas semanas antes, cuando nos había comunicado su decisión.
El niño tenía dieciocho años y me aterraba la idea de que se enfrentara al mundo sin papi y mami apagando los fuegos que dejaba detrás. Pero no podía ni quería hacer algo que le obligase a cambiar de idea. Su novia de entonces aún no había cumplido los dieciocho, y sus padres sí tenían potestad legal para impedirle vivir sola. Vivieron juntos en aquella casa durante algunos meses. Pero en cuanto ella cumplió la mayoría de edad se mudaron solos a un apartamento de una habitación que alquilaron en el mismo edificio donde vivo. Otra vez lo tenía cerca, aunque en condiciones muy diferentes a las de antes.
Muy pronto el chico nos demostró a su madre y a mí que era capaz de llevar una vida organizada y sin grandes tropiezos. El noviazgo, en cambio, duró uno o dos años hasta que se rompió y ella regresó al hogar materno. Mi hijo quedó solo en su apartamento y, cuando le propuse que regresara con nosotros, me respondió que lo habíamos educado para ser responsable y enfrentar los problemas, no para huir de ellos. Se quedaría en su propia casa y con las riendas de su vida en las manos.
Por suerte la peligrosa y libertina vida de soltero, con apartamento en el centro de la ciudad, y suficiente dinero en los bolsillos no duró demasiado tiempo. Una tarde nos presentó a su nueva novia, una chica agradable y cariñosa que en un santiamén se ganó nuestro afecto. Al poco tiempo desalquilaron el apartamento de mi edificio y se mudaron a uno en una zona más alejada. Fue allí cuando, tiempo después, nos comunicaron que íbamos a ser abuelos.
La semana pasada mi hijo menor, que tiene diecinueve años y aún vive con nosotros, metió sus cosas en una maleta y se fue a vivir con su novia en la casa de la madre de ella. Mi esposa y yo encajamos el golpe con los labios apretados y una punzada en el estómago. Nuestro bebé de seis pies y dos pulgadas de estatura se nos iba de casa. No voy a negar que ha sido una semana llena de sensaciones intensas: vacío, preocupación, añoranza y hasta un pelín de tristeza. Pero una vez más no podía ni quería hacer algo que mellara la decisión de uno de mis hijos.
Ayer, durante una reunión familiar, mi pequeño y su novia nos comunicaron que quieren alquilar un apartamento para ellos dos, y emprender por primera vez la aventura de vivir en pareja, asumiendo la responsabilidad por todo lo que les suceda. Nos contaron sus estrategias, sus metas, sus planes. Por supuesto que nuestro apoyo fue inmediato e incondicional. Incluso nos ofrecimos para ayudarlos a encontrar el lugar que más conveniente les resulte.
En la noche, cuando regresábamos a casa le confesé a mi esposa que me sentía muy orgulloso de mis dos hijos. Ella sonrió satisfecha y yo miré por la ventanilla del coche para evitar que notara que los ojos se me volvían de agua. Esto de vivir en la media rueda trae sus glorias, por supuesto, pero también acarrea algunas penas. Por ejemplo, la de ir quedándonos solos.
Un comentario sobre «Cuando los hijos se van»